Una mujer asiste a la sala del Teatro la Hora 25, se aproxima al escenario y le cuenta al grupo de artistas que esa fue su casa, que allí, donde ahora ellos presentan sus obras, había un palo de mangos y que de ese palo alguna vez se cayó su hermanito, perdiendo la vida. Ellos, perplejos, le contaron que su obra “La mujer de las rosas” se trata de la historia de un niño y una niña que estaban enamorados; el niño murió cayéndose de un árbol y 20 años después la niña, convertida en mujer, regresa a aquel lugar, encontrándose con los recuerdos y la presencia aún viva del niño, que después de la muerte la seguía esperando a ella.
Por: Andrea Giraldo García
Con esta anécdota podría resumirse el encanto que habita la sala de la Hora 25. Sin embargo, toda la energía y la pasión que desbordan en las palabras de los integrantes de este grupo, hacen que sea necesario contar mucho más sobre ese encanto.
La Hora 25 inició en 1989 como un proyecto de un grupo de jóvenes artistas e intelectuales que, como muchos en esa época, buscaban una alternativa diferente ante los turbulentos ánimos de la violencia que aquejaba a Medellín por culpa del narcotráfico. Farley Velásquez Ochoa (1966-2015), su primer director, siempre inculcó en los integrantes del grupo que buscaran hacer posible lo imposible, que en sus trabajos se viera reflejada su construcción como seres humanos, que tuvieran una posición y un discurso claros, preguntas y búsquedas de respuestas permanentes y, muy especialmente, que cada artista tuviese su propia biografía como base para crear, pues pensaba que es a partir de esas biografías que cada artista es único y, en esa medida, con las particularidades de cada uno, es que el grupo la Hora 25 también se volvía único.
Estas premisas siguen acompañando al grupo y siguen siendo el soporte del modo en que ellos habitan su casa, su isla flotante, su balsa, su pedacito de cielo, su trinchera, su “casucha de tejas de zinc y tapias de barro trenzado con boñiga”.
A esa “casucha”, ubicada en el Barrio Cristóbal, La América, en la comuna 12 de Medellín, llegaron en 1999. Se fueron para allá desde el barrio Prado Centro, donde tuvieron como sede el sótano del Ballet Folclórico de Antioquia y luego la parte de encima de la taberna el Viejo Baúl. Querían tener un lugar que les permitiera seguir tejiendo sus sueños, pues se encontraban en un momento de creación desbordada, gracias a sus apuestas estéticas y artísticas y a que para sostener esas apuestas también hacían teatro comercial.
Cuando llegaron al Barrio Cristóbal, la casa era más o menos la mitad de lo que es en este momento. Con sus propias manos, los integrantes de este grupo fueron uniendo ladrillos, tapando goteras, remplazando algunos muros de bareque por cemento para tener soportes mucho más sólidos, aunque su actual directora, Carola Martínez Bandera, habla de aproximadamente un 80 o 90% de paredes de bareque que aún perviven. Como también perviven las luces hechas por Farley en tarros de leche S-26 y otras que fueron donadas por Fanny Mikey, que aunque no les ahorran mucho en servicios, sí les “iluminan el poema, el diálogo, el espacio de libertad…”
La fachada tiene un enorme y llamativo portón de madera. Al ingresar se encuentra la tienda o bar, donde los espectadores pueden consumir algunos alimentos o bebidas antes y después de las funciones, también se ofrecen allí souvenirs del teatro. A continuación se encuentran los baños, separados para mujeres y hombres. Justo al lado de la entrada está la taquilla, que se maneja desde la oficina administrativa. Siguiendo por el corredor hay cinco mesas de madera con sillas en las cuales los espectadores pueden sentarse a disfrutar de la espera o a dialogar sobre lo que han visto. A la izquierda está una gran mesa de madera que funciona como comedor y también como espacio para las reuniones y al lado está un salón con varios muebles que igualmente sirve como espacio para socializar. Inmediatamente después del comedor está la cocina y tras ésta los camerinos. Finalmente aparece el escenario, cuyo acceso para el público está en el corredor.
La dinámica cotidiana que ocurre en la sala de la Hora 25 inicia alrededor de las 8 de la mañana; los integrantes van llegando, ordenan su espacio y se disponen a crear: cada uno, desde su rol, es un creador; así se los enseñó Farley, y ellos siguen convencidos de esto. Todos decidieron y asumen lo que implica gastarse la vida en el poema que para ellos es su teatro, desde los actores, que bien pueden barrer o trapear, coser sus vestuarios o reparar la utilería de una obra, hasta los administrativos que día a día buscan nuevos proyectos para visibilizar y viabilizar ese sueño colectivo, para poder seguir brindándole una opción distinta a los casi 30 niños y niñas que diariamente tocan sus puertas pidiendo participar de sus laboratorios.
Al dialogar con algunos de los integrantes de la Hora 25, es evidente la pasión que les genera trabajar con los niños; cuentan con orgullo que siendo niños entre los 8 y los 12 años, pueden hablar con criterio sobre las obras de Shakespeare, de Heiner Müller o de Michel Azama, que a partir de estos autores hacen reflexiones para sus vidas, que están creciendo con un discurso claro y que apuestan por que la vida no es sólo lo que vende esta sociedad o las políticas del país, sino que comprenden que hay otras cosas; son niños que están optando por crear en lugar de replicar la guerra.
Pese a todas las preocupaciones materiales que implica sostener la sala, los artistas de la Hora 25 prefieren ocuparse del poema, distraerse en la ocupación en vez de la preocupación. Se distraen con la alegría de estar en el escenario, manteniendo vivas las preguntas para encontrar respuestas y nuevas preguntas. Carola menciona que “mantener una sala abierta es una lucha de unas fuerzas que no tienen límites, es un milagro en una milésima de segundo (como reza el eslogan de ellos), es decir que tenemos una fuerza interior que sobrepasa las fronteras creadas”. Mantener esta sala en el tiempo, frente a la realidad de tantas salas que se han cerrado, significa que es posible creer para crear ciudadanos, ciudad y un país que alimente su espíritu cuando la guerra es el negocio más fructífero y el cual permanentemente los poderosos disfrazan.
Les causa enorme tristeza cada que una sala es cerrada, pues sienten que es una parte del teatro que se va y una posibilidad más para la guerra. Por eso siguen luchando por mantenerse, por seguir habitando ese espacio y cada uno de sus rincones, desde la tienda y la oficina hasta el escenario, pasando por los baños, la sala, el comedor, el corredor, la cocina y los camerinos.
Todos los espacios de la casa son un medio para seguir pensando y dialogando sobre la humanidad, sobre “lo bello y lo terrorífico” que puede haber en un ser humano. Para ellos el teatro es la muestra de que siempre puede haber una salida, de que al cerrarse una puerta se abren otras, y de que la realidad no se juzga, sino que se juega con ella para crear. Por eso, como grupo, tratan siempre de reírse, pero cuando deben llorar, lloran todos juntos y cuando deben gritar, gritan todos juntos, dentro y fuera del escenario, comprendiendo, como dice Estefanía Gil, una de las actrices del grupo, que entre ellos “la mirada en la escena es la mirada de verdad”, pues es allí donde comparten sus almas.
Por eso, para Gustavo Montoya, comunicador y actor de la Hora 25, esa casa es el “lugar más amañador del mundo entero”. Del grupo, es él quien permanece todo el tiempo en la casa y enfatiza en que quisiera que todos los espectadores puedan encontrar allí un segundo hogar, pues es un espacio donde se configura la alquimia entre creadores y espectadores. De esa manera, se fortalece la memoria que procuran construir todos los días, haciendo un poema, una pintura, una historia, no permitiéndose olvidar.
Después de cada mañana de creación, el momento del almuerzo es fundamental para ellos, pues se reúnen todos, hacen una oración y encuentran en la comida una metáfora para lo importante de nutrirse también espiritual e intelectualmente como grupo. Cada posibilidad de comer es valorada, tanto recibiendo una libra de arroz a cambio de una boleta cuando los niños y niñas no tienen el dinero para ingresar, como en las reuniones a las que llega alguna mamá con una olla de empanadas para todos.
Estas formas de relacionarse como grupo y con sus públicos, hacen que la casa de la Hora 25 sea un espacio que permanentemente está habitado por historias, por experiencias, por vivencias, por la posibilidad de que estar allí no se trate sólo ver una obra, sino también de leer, de pintar, de producir más arte, de dialogar, de abordar curiosidades que los espectadores solemos tener con respecto a los creadores. Y aunque en la retribución que cada espectador hace por una boleta, ellos no se están enriqueciendo financieramente, sí piensan que las reflexiones que propician por medio del arte son una riqueza que el público se lleva, eso sí, sin traficar con la esperanza, pues son conscientes de que no están cambiando el mundo, pero sí están logrando transformaciones en cada proceso, en cada uno de ellos, en el grupo, en los niños y las niñas, en las familias, en los artistas de otros grupos y de otras salas cuando hacen temporadas por fuera, y en cada espectador que los visita a ellos.
Tal vez por eso Farley Velásquez decía que la puerta siempre debe estar abierta, porque en cualquier momento puede entrar por allí Shakespeare, y si no es Shakespeare, ya es un ser humano quien está entrando.
Tomado de: 4a Pared
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