Este domingo, como todos los domingos desde hace más de dos años, me dispuse a dar la ronda habitual en los portales web de Semana y El Espectador, y entre columna y columna me encontré con una bastante interesante: “Última Columna” de Carolina Sanin.- Publicidad –
La leí, me gustó, no la comenté. Un día después su nombre se convierte en Trending Topic de Twitter, debido a los tantos twitteros que vieron con disgusto la columna de una escritora que muchos ni conocían, y todo porque ella no quiere a Bogotá, a la capital, a la Atenas de América, a su ciudad natal.
Me resulta extraño creer que porque uno vive en una ciudad o en un país, hay que amarlo. Porque somos colombianos tenemos que amar a nuestra Colombia del sancocho, del paseo de olla y del sombrero vueltiao; o para efectos contextuales, hay que amar a la capital por ser capitalinos, o a Medellín por ser paisas, o a Cali por ser caleños.
Ese espíritu regionalista que nos han inculcado, ese amor desmedido y ciego por nuestras ciudades ha resultado más perjudicial que provechoso, porque además de inflarnos de orgullo por la publicidad oficial que muestra a nuestras ciudades como grandes centros urbanos llenos de arte, cultura, educación, recreación, etc., no escatimamos en gastos a la hora de defender el honor de nuestro terruño cuando éste está siendo vituperado por gente “de afuera”.
Yo no peleo cuando mis amigos rolos me dicen “oiga, chino…Y ¿cómo va ese pueblito? ¿Ya mató el marrano, se emborracho y echo unos tiros al aire? Al contrario, respondo con algún comentario sarcástico o humorístico para seguir con la temática propuesta, y, además, no soy de los que “prenden rodados”, cada vez que alguien dice algo de mi ciudad. No he querido ni quiero caer en el juego absurdo de enarbolar mi tierra para denigrar de otra, no quiero decir “Rolos (o caleños, o costeños) hijueputas” porque realmente he tenido la fortuna de ir a esos sitios y comprobar por mi propia cuenta que el “hijueputa” es uno que no conoce, porque quienes más denigran de otras latitudes es porque realmente no han ido ni a la esquina; y no es para vanagloriarme o para mirar por encima del hombro por el simple hecho de haber conocido otros lugares y darme cuenta de que somos tan pobres como nuestra propia ignorancia, sino que por medio de esa experiencia logré erradicar tanta bobada que tenemos al ser regionalistas, y más nosotros los paisas, quienes nos creemos “la última Cocacola del desierto” o el “pipi del niño jesus”.
Y en este momento, influenciado por esa columna de Carolina Sanin, pretendo hacer un desahogo como forma catártica para librarme de tanta cosa.
De mi ciudad odio su fama; esa fama de traquetos y de putas, de capos y de excentricidades. Odio que por culpa de la década perdida toda mi generación creciera con un referente grotesco de desarrollo personal, el que una novia tetona y pintoreteada como un payaso era lo que debíamos conseguir y en donde una moto DT-175 o una KMX era el sueño a alcanzar. Odio que todos mis amigos se dejaban deslumbrar por el brillo infame de un arma de fuego y se dejaban seducir por su poder efímero. Odio haber sido uno de los pocos que nunca disparó, apuñaleó ni robó a nadie.
De mi ciudad odio el centro. Ese lugar en donde día tras día caminan más de un millón de personas y por donde no puede caminar nadie. Odio que tenga que ir al centro y tenga que respirar el hedor a orines y sudor, y ver, debajo de los puentes, el reflejo de la miseria que es este país. Del centro odio sus calles repletas de gandules y ladronzuelos, ávidos esperando a que cualquier incauto muestre su BlackBerry, su reloj caro o sus cadenas para poder “hacer el agosto”. Odio a los transeúntes del centro, quienes van en caravana familiar y ocupan todo el andén, creyendo que están posando para una postal navideña o que son los dueños de la calle, y los que tenemos interés de pasar, tenemos que empujar y recibir el “hijueputazo” por reclamar nuestro derecho.
De mi ciudad odio los buses, esos lugares en donde me aturden los vallenatos, las canciones de los cantores de chipuco (y sus clones), las propagandas de las emisoras Olímpica, Tropicana, Radio Uno y demás tropicaladas, las cuales han denigrado la labor del locutor y la convirtieron en el oficio de un gritón ignorante, que por medio de chistes de mal gusto y comentarios estúpidos, hace su diario vivir. De los buses odio a sus conductores, a esos dueños de las vías que creen que todo el mundo está en contra de ellos (especialmente los motonetos). De los buses detesto tener que usarlos en hora pico y embutirme, con otra decena de pasajeros, en un espacio reducido como si fuéramos unas sardinas enlatadas.
De mi ciudad detesto su Metro. Ese símbolo de orgullo y amor paisa que nos infla el pecho y nos llena de amor por nuestra ciudad. Odio del metro a sus policías con voz de matones que anuncian lo mismo una y otra vez, día tras día. Del Metro odio su “cultura metro”, odio que ese pajazo mental solo nos sirva en el perímetro del Tren Metropolitano, porque cuando salimos de allí seguimos siendo los mismos atarbanes sin cultura que siempre hemos sido. Del Metro odio, como los buses, tener que usarlos en hora pico y soportarme a la gente que, con una sonrisa en la cara, empuja a todo el mundo para poder entrar.
De mi ciudad odio su conservadurismo. Odio que mi ciudad y mi departamento sea uno de los más tradicionalistas y atrasados mentales de todos. Odio que quien no es católico es un “grandísimo HP”, pero el sicario que reza no lo es, porque reza y porque ama a su mamá. Odio la tradición clerical, la cual todo lo encomienda a dios, todo se lo piden a dios y todo es y esta, porque dios lo quiso, y odio que “si dios quiere” y si “dios provee”, las cosas van a ser mejor.
De mi ciudad odio a sus planeadores, esos que fueron capaces de destruir el poco patrimonio cultural y arquitectónico que teníamos. Odio al señor Raul Fajardo, quien fue uno de los arquitectos de ese feo edificio Coltejer, el cual esta cimentado sobre las ruinas del hermoso Teatro Junin y del histórico Hotel Europa. Odio que nuestros antepasados no supieran darle relevancia e importancia al patrimonio arquitectónico de la ciudad y dejamos que construyeran sobre ellos unos desabridos edificios y así haber derribado parte de la historia de Medellín.
De mi ciudad odio su famoso y encopetado “Parque Arví”, el cual vendió al turismo internacional un territorio libre de polución, el único pulmón que teníamos quienes vivimos sobre el cemento. Odio que por culpa de ese proyecto, Santa Elena esté llena de extranjeros en pantaloneta ensuciando las calles del mejor corregimiento de Medellín. Odio que por culpa de ese proyecto, Santa Elena se haya vuelto un foso de delincuencia y que haya atraído a tantos ladrones y delincuentes comunes.
De mi ciudad odio El Poblado, ese barrio repleto de hipsters y chicos de moda, quienes inspirados en las juventudes decadentes europeas levantan una ceja y hablan en francés mientras deslizan la tarjeta de crédito de su “papi” (o mami) para gastarse diez mil pesos en una botella de agua. Odio ese sitio por estar lleno de gente con más pelo que cerebro, más plata que cultura y más apellidos que decencia. Del Poblado odio su falso elitismo, su preponderancia en los asuntos gubernamentales y su aislamiento de los asuntos de ciudad.
De mi ciudad odio a sus dirigentes, odio su falta de cultura, pero sobre todas las cosas…Odio quererla, porque así se hace más fácil abandonarla y no volverla a ver.
BY PEDRO M.| Lo que odio de Medellín | Diciembre 19, 2011Odio a los Paisas