Cuando comenzábamos a ver globos de colores flotando en el cielo era diciembre, había globos de varias formas, estrellas, cojines y cajas. De ocho, dieciséis, treinta y dos pliegos de papel de seda y hasta donde tan grandes quisieran hacerlos, pero los más comunes eran los de ocho y dieciséis pliegos.
De niños nos parecía mágico que pudieran volar y encumbrase hacia el cielo hasta que solo parecían puntitos pegados del cielo azul.
Cuando descendían todos los muchachos los perseguíamos en medio de la gritería. Algunos queríamos cogerlos y otros que tenían vocación de artilleros lo que querían era derribarlos a punta de piedra.
No sé a quién se le ocurrió la idea de que con un espejo se podían atraer al punto donde uno estuviera, a partir de esa idea a atrapa globos que se respetara no le faltaba su espejito en el bolsillo del pantalón.
Claro que eso nunca funcionaba y había que correr muchas calles para llegar al sitio de su caída. Muchas veces nuestros intentos quedaban frustrados pues a los benditos globos les daba por descender en algún tejado, eso sí, si el globo caía en la calle el trofeo sería para el que más alto saltara y lo pudiera asir de la candileja. Seguidamente el triunfador, globo en mano emprendía el regreso a casa orgulloso de su trofeo mientras los amigos lo seguían con mucho respeto.
La verdad fui muy malito en estas lides y no recuerdo que hubiese podido atrapar alguno, aunque el kilometraje de persecuciones si fue bastante.
Cuando en el aire se percibía el aroma de la natilla y los buñuelos era Diciembre. Es que los Diciembres de entonces si eran Diciembres y no cabía ninguna duda.
Antes del día de navidad nos íbamos para las mangas de Belencito a buscar un buen chamizo para el árbol de navidad, es que sin saberlo éramos ecologistas, pues solo cortábamos las ramas secas, preferiblemente de guayabos que abundaban en ese sitio.
Cada cual a su casa con su chamizo donde nuestras madres lo empotraban en un tarro de hojalata donde venían las galletas y previamente lleno de arena para afirmarlo, luego procedían a vestirlo con algodón dizque para simular la nieve, le enredaban colgandejos con tiras de papel brillante, moños navideños y unas instalaciones con “bombillitos” de colores de 110 Voltios que al poco rato de encendidos se calentaban peligrosamente, esos focos pegados al algodón no sé cómo no causaron nunca un incendio.
Así era que el veinticuatro de diciembre en todas las casas tenían su árbol de navidad en la sala, las ventanas se dejaban abiertas para que todos pudieran contemplarlos, porque para cada quién el suyo era el más bonito.
No es mentira lo que voy a contarles, la noche de navidad desde las seis de la tarde salíamos de romería por el barrio para ver los arbolitos navideños y comentar cuál era el más bonito, en realidad todos eran muy semejantes pero no dejábamos de juzgarlos como si se tratara de un concurso. Unos decían que el de doña Pepa era el mejor, otros que el de los Gutiérrez, pero no, el más bonito para mí siempre era el de mi casa.
Y dije bien: Era, pues hubo un día, uno que nos dejó a todos con la boca abierta, el chamizo no estaba cubierto con algodón, estaba cubierto con algo que si parecía nieve de verdad, todo el vecindario se apretujaba contra las rejas de la ventana para poderlo mirar mejor, que descreste, nadie sabía que era eso. La curiosidad y el bullicio atrajo a la dueña de esa casa a la ventana, entonces alguien se atrevió a preguntarle sobre ese novedoso material. – “Se llama cabello de ángel y me lo trajeron de Estados Unidos”.
No dábamos crédito a tan celestial visión y a tan hermoso nombre, cabello de ángel se llamaba esa cosa, y traída de Estados Unidos, increíble, es que decir que lo habían traído de ese país en ese tiempo casi equivalía a decir que eso lo habían traído de otro planeta.
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Ya estaba llegando la tecnología del norte y poco a poco nos llegarían cosas nuevas, como los bombillitos con formas de figuras de navidad, viejitos noel, estrellas, bastones con franjas rojas y verdes. Los chamizos no volvieron a entrar a las casas a no ser que se usaran como leña, llegaron los primeros árboles de plástico, los muñecos de nieve, las instalaciones intermitentes que minimizaban el riesgo de incendio, las bolas de navidad, las canciones de navidad anglosajonas. Ya el árbol de navidad más bonito no era el del más creativo sino el del más rico.
Pero eso sí, lo que no cambia y espero que no cambie nunca es que cuando llega diciembre sigue percibiéndose el aroma de la natilla y los buñuelos.
Autor:
Dario Zapata Restrepo
Retazos de la Vida
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Gracias por traer a mi mente tan bellos recuerdos. Esta tradición decembrina me lleva de prisa a visitar mi pueblo, la magia de su alegría es musa de mi ispiración. La humareda de los fogones de leña, el aroma de su tierra húmeda, los coros de los ruiseñores, el suave gruñido de los lehones cuando presentìan el día de su sacrificio y claro el quiquiriqui, o será el kikiriki del gallo anunciando el alba y la algaravía que aleteaba por doquiera cuando las abuelas se chorreaban el agua en los baños sin tubería para luego empezar a batir el chocolate con canela y clavos usando el bulinillo de palo mientras los aromas del café para los adultos les campaneaba y los atraía a la mesa donde los buñuelos, la natilla, las empanadas, papas rellenas, pandequesos, pandebonos y pasteles de pollo los invitaban a desayunar antes de la jornada diurna. Titilaba Venus en el horizonte de violeta y la trompeta de la luz danzaba sobre zafiros que brillaban y caían sobre los figurines de toda especie que aparecían y desfilan en todos los afanes de la vida.