Cuando me preguntaron si ya conocía Medellín, dije que no. Había estado hacía dos años, sí, pero algo no me había cerrado. Primero pensé que Medallo, como la llaman por allá, había caído en mi lista de ciudades paralelas. Había estado una semana, y todo lo que podía recordar era una tarde en la calle, la visita a un museo, disfraces de Halloween y muchas horas frente a la computadora. De las maravillas de las que todo el mundo habla, nada. Se me ocurrió pensar que a lo mejor la que no había estado del todo receptiva era yo. Medellín merecía otra oportunidad. La invitación cayó como una mochila en la espalda. Antes de que todo estuviera confirmado, yo ya había dicho que sí.
Llegué a la ciudad unos días antes y me instalé en casa de Stefanía, una lectora y amiga, que entendió mis intensiones al instante. “Vamos a ver otra Medellín”, me dijo, y nos subimos al metro de un salto. La ciudad de la eterna primavera está situada en un valle, rodeada de montañas. En el centro del pozo está el centro de la ciudad, que fue expandiéndose hacia las faldas. Hoy los cerros son de color naranja de tanto ladrillo, y ya no se sabe dónde empiezan los edificios y terminan las laderas. Por supuesto, mientras más arriba de la montaña, más periférico el barrio y más endeble el entorno.
Hacia una de esas cimas fuimos, montadas en un colectivo que parecía de juguete, pero trepaba las cuestas con ferocidad de tractor. El plan de Stefa no era mostrarme la vista impresionante desde aquella cima. Lo seductor estaba forjado en sus muros, en las paredes de esas casitas apiñadas con desorden y urgencia. Allí, en el corazón de la Comuna 13, Stefa hizo de guía no oficial del famoso graffitour.
Es curioso como la percepción de peligro cambia cuando uno se aleja un poco de su zona de confort. No sé si es relajación, ignorancia o desfachatez, pero uno suele moverse con mucha más soltura en los lugares lejanos —ajenos a los prejuicios o estigmas que uno conoce— que en su propia ciudad. Muchos paisas me dirían luego que la C13 es un lugar poco recomendable para un viajero.
Yo lo encontré fascinante. Mientras Stefa me contaba la historia del lugar y sus conflictos sociales, mis ojos saltaban de grafiti en grafiti. Allí donde la marginalidad había echado raíces, un grupo de artistas de hip hop había encontrado la manera de hacerse un hueco, de mostrar la historia para no repetirla, de dejar un mensaje, de plasmar sus deseos.
El arte y la cultura florecían en esas paredes, embellecían la comuna, me dejaban boquiabierta. Aunque todavía no son muchos los que se aventuren por estos barrios, Jeihhco y El Perro, los grafiteros que crearon el circuito, esperan que tanto turistas como paisas se acerquen y aprendan sobre la pluralidad artística de Medellín, y que la C13 se visibilice por fuera de las prensa sensacionalista.
Caminamos por calles ondulantes, subimos y bajamos escaleras, nos tiramos de un tobogán (sí, alguien le había dado también lugar a las sonrisas), y llegamos hasta las escaleras eléctricas, como llaman aquí a las escaleras mecánicas. Confieso que cuando Stefa me había hablado de las famosas escaleras incrustadas en el medio de la villa, mi mente no había sido capaz de ensamblar tal imagen.
Algo que había nacido para servir en shoppings o aeropuertos era ahora utilizado como medio de transporte público y gratuito para unir la parte alta con la parte baja de los barrios. Lo que podría parecer una excentricidad, es en realidad una forma de lograr que las personas mayores —y las familias, y los niños, y todos los de la comuna— puedan desplazarse sin perder los pulmones en el intento. ¡Si esto no es innovación…! “Se dice que aquí están las mejores cachas de Medellín —me dijo una señora riendo, mientras observábamos una calle empinada a casi 90º— y ni las eléctricas nos van a quitar el mérito”.
Se calcula que las escaleras benefician a más de 12 mil ciudadanos que habitan los 19 barrios de la Comuna 13. Están abiertas desde las 5 a.m. hasta las 10 p.m. durante la semana y desde las 8 a.m. hasta las 7 p.m. los sábados y domingo. Repito: es gratis. Y vale la pena.
De la casa de mi amiga pasé a un hotel en la zona rosa, y de los grafitis barriales a la obra de Botero, el artista paisa más reconocido a nivel mundial.
Bajamos del bus en la Plazoleta de las esculturas, frente al Museo de Antioquia. Las figuras que se encuentran desparramadas en el parque son 23 y tienen un tamaño monumental. Desde temas como la mujer, el amor, la familia o la religión, Botero muestra su visión del mundo con figuras voluminosas, exaltando sus características y personalidades. “Engordo a mis personajes para darles sensualidad. No estoy interesado en los gordos por los gordos”, dijo Fernando Botero, pero no logró quitar del imaginario popular la idea de gordura que la gente atribuye a sus obras.
Aunque se trata de una especie de museo a cielo abierto, es interesante sentarse y observar cómo eso que suele ser destinado a galerías y círculos selectos se ha fundido en la cotidianeidad de la ciudad, formando parte del paisaje. Desde turistas curiosos hasta vendedores y estudiantes, todos desfilan entre a las estatuas.
Dentro del Museo de Antioquia (uno de los más antiguos de Colombia) la obra se extiende, con cuadros y esculturas también donadas por el pintor. Hay, además, muestras de arte precolombino y colonial, obras internacionales y salas de exposiciones itinerantes.
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Hacía apenas un día que estaba en Medallo, y como por arte del arte la imagen aburrida que había quedado en mi memoria se había barrido por completo. La sonrisa viajera se había instalado en mí. Quedaba mucho por ver aún. No podía esperar.
Este blog trip fue organizado por el Bureau de Medellín.